El Joven Cruel

En una misma casa vivían una anciana y un joven de muy malos modales y peores  sentimientos. Cada vez que se cruzaba  con la temblorosa y frágil mujer se burlaba de ella y a la menor  ocasión  la  empujaba  para hacerla caer. En público la ridiculizaba,  y se mofaba de su apergaminado rostro  y de sus encías desdentadas. Nunca perdía la oportunidad de mofarse de ella.

Y así iba sucediendo  a lo largo  de meses; pero  la anciana  tenía un nieto  que había invertido  muchos  años en el estudio  de las antiguas medicinas de Oriente. Nada había que desconociera sobre pócimas,  ungüentos, bebedizos y plantas  perturbadoras de la conciencia.  Cuando  el nieto regresó al pueblo para visitar a su abuela, los habitantes de la localidad  le hicieron  saber a qué clase de vejaciones y malos tratos estaba siendo sometida.

El nieto se sintió sobrecogido  y experimentó una gran compasión  hacia su abuela, pero  como era fundamentalmente indulgente  no quería vengarse del joven cruel, sino trazar un plan que pudiera  darle una buena lección.

Cierto  día, entró  en la casa del joven despiadado y puso  una  sustancia  especial  en sus alimentos.  Llegó la noche y el joven cenó de buena gana y se fue a dormir.  Al alba se despertó  y ya estaba su mente imaginando  nuevas burlas  para  provocar  a la anciana,  cuando,  al intentar incorporarse del lecho, notó  una gran debilidad,  le faltaba la respiración  y le dolían  todos  los huesos;  apenas podía moverse y le costaba mucho fijar la vista. Pero ¿qué le estaba  ocurriendo? Casi arrastrándose, extenuado y dolorido, logró  llegar hasta  el lavabo para  asearse.  Con horror, contempló su cara en el espejo. Un grito de espanto se escapó de su garganta:  no era su rostro  el que veía reflejado en el espejo, sino el de la anciana a la que tanto había maltratado. Pasado el primer  momento de enorme angustia,  se detuvo  a contemplar esa cara:  apreció  una mirada apagada, contempló las profundas arrugas que surcaban la carne, la nariz afilada como un cuchillo, aquellas cejas casi ralas, las encías desdentadas, la vacilante mandíbula, los labios amoratados… Sin embargo, en esas facciones en las que el tiempo había dejado su inexorable  huella también  había  mucho  amor,  paciencia  y serenidad.  Los ojos del joven empezaron a llenarse de lágrimas, la ternura afloró a su corazón y comprendió en un momento todo el mal que le había causado a la anciana. Por primera  vez pudo  ponerse  en el lugar de la mujer y sintió un infinito cariño hacia ella.

Al cabo de unas horas, el efecto de la pócima desapareció,  y el joven recuperó  su aspecto  habitual  y su excelente vitalidad. Cuando  ese día se cruzó con la anciana, se arrodilló  ante  ella y besó sus pies. Desde  entonces,  la anciana ganó un segundo nieto y el verdadero nieto se dijo a sí mismo: «Si en este mundo  hubiera pócimas para cambiar a todas las personas aviesas, sería un verdadero paraíso».

Reflexión

Existe mucha crueldad en el mundo  y buena parte de ella viene dada por la codicia, el desmesurado egocentrismo y la incapacidad  para ponerse  en el lugar de los otros y sentir  como  propio  el sufrimiento  ajeno.  Hay  que  ir desarrollando el amor incondicional hacia todos los seres si queremos  humanizarnos y humanizar  el planeta,  y si deseamos,  realmente,  pasar  de ser homoanimales a ser seres humanos con un corazón tierno y compasivo. Se nos dice en el Dhammapada: «Al que cultiva  el amor  hacia todos los seres, a ése lo llamo yo noble».

Ramiro A. Calle

 

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