En Busca del Valle perdido

En la inmensidad  de la cordillera Himalaya  abundan  los hermosos, recoletos  y silentes valles paradisíacos.  En uno  de  ellos habitaba  un grupo de personas, que allí disponía generosamente de todo  lo que pudiera desear:  sabrosas frutas,  un clima idílico, frondosos árboles, riachuelos de cristalinas aguas, multitud  de especies de flores, innumerables pájaros de maravillosos trinos y una vida sumamente  agradable. Era un valle de felicidad, lejos del mundanal  ruido,  libre de tensiones  y conflictos, donde  reinaba la paz.

A pesar de todo  ello, en este paradisíaco  valle había un  joven que  no  era capaz de apreciar  su hermosura y sosiego,  y que  a menudo  se aburría  insuperablemente. Cierto  día su sabio padre le dijo:

—Hijo  mío,  pero  ¿no te percatas  de lo afortunado que eres? El aire es puro,  la atmósfera  serena,  la gente buena  y pacífica, los frutos  de la tierra  abundantes… No hay contaminación, ni violencia,  ni ningún  tipo  de fricción. Todo inspira e invita a la quietud,  la dicha y al calma.

—Ya lo sé, padre –repuso el joven–, pero me aburro. No  puedo  superar  el tedio.  Así que  no  me queda  más remedio,  padre amado,  que buscar otros lugares.

A pesar de las súplicas de su padre, el joven no desistió de su idea y decidió partir. Caminó durante  días y días, cruzó montañas, desfiladeros,  valles y bosques, hasta que llegó a una ciudad.

En la ciudad a la que accedió, el ruido era espantoso, la gente hosca y malhumorada, el aire poluto  y maloliente.  Al principio, el joven se divertía  con  la novedad,  e incluso parecía entusiasmado. Había estruendo, las gentes hablaban  incontroladamente y a voz en grito,  muchos fumaban o se emborrachaban, unos peleaban contra otros, se insultaban o desdeñaban, había todo tipo de diversiones y distracciones,  pero no se veía feliz a casi nadie, los rostros estaban contraídos y la mirada era apagada.

Paulatinamente el joven se fue dando cuenta de que el aire era allí irrespirable  y el ruido  laceraba  los oídos;  las personas eran en su gran mayoría adustas y maleducadas; las diversiones burdas e incluso soeces y sórdidas. Empezó a echar  de menos  el valle en el que había tenido  la gran fortuna  de nacer.  Pensó en volver, pero,  con terror, descubrió que no recordaba el camino de vuelta. ¿Qué hacer? Pidió ayuda.  Acudió a la policía  y explicó  a los agentes que anhelaba  volver a su valle de nacimiento, junto  a su familia. Los agentes enviaron  patrullas  en busca del valle del joven, pero todos los intentos terminaron por fracasar. Incluso  el ejército  prestó  su cooperación, pero  nadie lograba dar con el minúsculo lugar en la inmensidad  de la cordillera  de los Himalayas. Todos los intentos  resultaron en vano  y fueron  muchos  los que comenzaron a pensar que  el muchacho  estaba  loco  y no  existía  ese valle. El joven lo había perdido  para siempre.

Reflexión

Este cuento  es una hermosa  y significativa parábola. Lo que tenemos que comprender es que el valle más sosegado y dichoso es el que podemos  hallar dentro  de nosotros.  Tanto  nos hemos  exteriorizado que,  como  el hijo pródigo, nos hemos  alejado del hogar  interior  al que un día tendremos que regresar para conciliarnos  con nuestra naturaleza  de iluminación  interior. Buscamos y buscamos en los objetos externos,  sin percatarnos de que la quietud sólo puede  hallarse dentro  de uno mismo. En el exterior encontraremos, sí, alegría y pesares, diversiones y distracciones, pero no podremos satisfacer nuestro anhelo de paz interior  y seguiremos  tratando de cubrir  nuestro  vacío interno  con todo aquello que no está capacitado  para llenarlo. Hay que saber relacionarse  con la naturaleza  original de la mente y, mediante  la práctica de la meditación y las técnicas introspectivas, ir pudiendo establecerse  en su fuente de calma. El sabio Padmasambhava decía: «En su auténtico estado la mente es clara, inmaculada,  no está hecha de nada, sino de vacío, es simple, vacua, sin dualidad,  transparente,  sin tiempo,  no compuesta,  ininterrumpida, incolora, no comprensible como cosa separada sino como unidad de todas las cosas; sin embargo,  compuesta  por ellas, de  un  solo  sabor  y más allá de  toda  diferenciación». Cuando  uno se instala en esa mente silenciosa, se experimenta esa dicha interior  que es diferente  al goce que proviene del exterior  y que por tanto  es gozo.

Ramiro Calle

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