La Vanidad del Triunfador

En el centro  de una región  muy seca, había  florecido  un  frondoso  y espectacular  bosque.  Las gentes de las localidades cercanas  se acercan habitualmente hasta esta privilegiada área de la naturaleza  a refrescarse y no pueden  dejar de preguntarse, intrigados,  cómo ha podido  surgir un vergel así en un entorno tan árido. Sólo el anciano  que custodia  el bosque conoce la respuesta.  Si se le pide,  se sentirá  muy dichoso  de poder  contar  la siguiente historia:

Érase un  joven que  se había  entrenado diligente  y pacientemente hasta  convertirse  en un  gran  atleta.  Se servía de una larga rama como pértiga  para poder  cruzar los ríos; solía competir  con otros en esta prueba y siempre salía victorioso.  Nadie  había sido capaz de superarle: tal era su vigor y su destreza. Poco a poco, debido a sus continuos  éxitos,  se había  tornado sumamente  vanidoso  e incluso soberbio y no dejaba de jactarse de sus habilidades. Muy pagado de sí mismo, había hecho correr la noticia de que  entregaría  un  buen  número  de monedas  de oro  a aquel  que  fuera  capaz  de  saltar  más longitud  que  él. Deseosos de obtener  el premio, muchos se le enfrentaron, pero nadie lograba vencerle y él siempre salía triunfador. Sin embargo,  se sentía cada vez más insatisfecho y no era dichoso.  Ansiaba, vorazmente, seguir compitiendo, venciendo  y alimentando su soberbia.  Desafiaba  continuamente  a unos y a otros,  y la competición se había vuelto para él una adicción obsesiva.

Tenía un buen amigo de la infancia que solía prevenirle:

—Debes acabar con todo esto. Tu afán de competir  te devora y no piensas en otra cosa.

Un día, el competidor dijo:

—Te haré  caso, pero  debo  probarme una  vez más. Hay un gran río en el norte  y quiero  celebrar un concurso para  ver  quién  puede  saltarlo  con  una  pértiga.  Si alguien me vence, le daré la mitad de mi fortuna.

Se convocó la prueba.  Todos los participantes fueron efectuándola con mayor o menor acierto. Cuando  le llegó el turno  al joven de esta historia,  éste corrió  como  un gamo, con todas sus energías, clavó la pértiga en el centro del río  y saltó  con su acostumbrada habilidad,  pero  he aquí que en esta ocasión la rama que le servía de pértiga se quebró,  el atleta  fue a dar con la cabeza contra  una roca del río y halló la muerte al instante.

La rama rota brotó y brotó hasta que fue configurando  con  el tiempo  un  bosque  maravilloso.  El amigo  del fallecido se convirtió  en el guarda de ese bosque.

Reflexión

Desde la perspectiva del ego todo se convierte en una contienda, un combate, un escenario en el que afirmarse y vencer. Así es el ego. Sus tentáculos  son innumerables y su afán de afirmarse es inmensurable. Nunca  está satisfecho y por eso nunca es feliz. Es como un estómago  sin fondo. Toneladas  de «alimentos» no pueden  saciarle. Es voraz e implacable en su voracidad.  Pero no se puede vivir sin ego, porque  éste nace de la vinculación con el cuerpo, el sentido  de separación,  las propias necesidades,  la mente,  la imagen y muchos otros elementos  que configuran  su descomunal  burocracia; pero  sí se puede  vivir con un ego controlado y que no se desmesure.  Cuanto  más ego, más vulnerabilidad, intranquilidad, ansia y desvelos, para finalmente  desembocar  donde  todos  lo hacen:  el reino  de la muerte.  Sin tanto  ego uno  comienza  a ser más dichoso. No hay tanta  necesidad,  ni tan compulsiva,  de afirmarse, ganar consideración, conseguir ser aprobado y respetado. Tanto  se atiende  el ego que deja uno de velar por su propio y verdadero ser. ¡No hay peor  negocio!  Mediante la práctica de la meditación, el recordatorio de la muerte,  el entendimiento correcto  y la reflexión  lúcida, iremos controlando el ego, para que sea nuestro secretario y no nuestro amo. Sus males son innumerables: arrogancia, fatuidad, soberbia, suspicacia y susceptibilidad, rabia, vanidad y tan- tos otros. Hay que tener un ego maduro,  pero controlado, puesto  al servicio de la razón  y la compasión.  Del ego nacen  el apego  y el aborrecimiento, y cuando  los actos mentales,  verbales y corporales  están guiados por el apego y el aborrecimiento, se desencadena mucho sufrimiento hacia uno mismo y hacia los demás. El ego crea el sentimiento  de separatividad y suscita la angustia y el miedo. El ego desmesurado hace que la mente  se aferre  a todos los objetos, burdos  o sutiles, y se crea así una gran cantidad  de sufrimiento  que bien podría  evitarse.  Shankara- charya, el gran sabio hindú,  nos aconsejaba:  «Refuerza tu identidad  con tu Ser y rechaza al mismo tiempo el sentido del ego con sus modificaciones, que no tienen valor alguno, como no lo tiene el jarro roto».

Ramiro Calle

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