Para ser felices necesitamos una cierta cantidad de frescura. Nuestra frescura puede hacer felices a los otros. Somos verdaderas flores en el jardín de la humanidad. Solo tenemos que mirar a un niño que juega o sueña y veremos con claridad que es una flor. Su rostro es una flor; su mano es una flor; su pie, sus labios son flores. Nosotros también somos flores, como él; pero tal vez hayamos permitido que las penalidades de la vida nos lastren y hayamos perdido nuestra frescura. Nguyen Binh, un sabio vietnamita del siglo XVI, escribió:
No más llanto, no más queja,
éste es el último poema desolado.
Cuando dejes de quejarte,
tu alma se refrescará.
Cuando dejes de llorar,
tus ojos se iluminarán.
Por favor, respira, relaja tu cuerpo y concédete una sonrisa. Las arrugas de preocupación de tu rostro se suavizan y el gesto de tus labios te devuelve la plenitud. A lo largo de los siglos,
los escultores se han esforzado en tallar una fresca sonrisa de compasión en el rostro de las estatuas de Buda.
En tu propia cara hay docenas de músculos y, cada vez que te preocupas, te azoras, te irritas, esos músculos se tensan o se retuercen; los demás lo verán y tal vez se desalienten. Al inspirar, aporta una conciencia sin juicio a esas tensiones y al espirar relájalas un poco y sonríe. Si persistes, las tensiones se disolverán en el flujo y reflujo de tu respiración, y serás capaz de restaurar la frescura de la flor humana que está siempre ahí, disponible, dentro de ti. Calmar, relajar y refrescar: ésas son las prácticas de la «interrupción» en la meditación zen.
Al inspirar, me veo a mí mismo como una flor.
Al espirar, me siento fresco.
– Thay –