Fue debido a un malentendido que un hombre retó a otro en duelo. El arma sería la pistola y el duelo se celebraría al amanecer.
Apenas había despuntado el día cuando ya los duelistas se hallaban uno junto al otro, de espaldas. Caminaron los veinte pasos de rigor a la señal convenida y, apenas dados éstos, el retador, con gran rapidez, se giró y disparó contra el adversario, pero éste a su vez se estaba girando y el tiro fue fallido.
Aterrado, el retador, una vez disparada su bala, esperó tratando de controlar sus temblores. El adversario, ante la sorpresa del retador y de los testigos, arrojó el arma al suelo sin disparar.
Todavía tembloroso y desencajado, el retador corrió hasta el retado y se deshizo en agradecimientos por haberle salvado la vida. Luego le preguntó:
—Buen hombre, ¿por qué te has negado a disparar?
—Es muy sencillo y he tenido dos razones de peso para ello.
—¿Cuáles han sido?
—Te las diré con la condición de que no vuelvas a retar a nadie. Una es de tipo metafísico y la otra de tipo práctico.
—No te entiendo –adujo el retador.
—La primera razón es que si te mataba eso me acarrearía terribles deudas morales.
—¿Y la segunda?
—La segunda es que si no lo hacía, volverías a retarme y tendríamos que enfrentarnos de nuevo, con lo cual podrías matarme tú a mí.
A partir de ese momento, los dos hombres se hicieron amigos para siempre.
Reflexión
Nadie puede escapar a las consecuencias de sus actos. Somos responsables de toda acción que llevamos a cabo y sus consecuencias nos seguirán como el carro a la pezuña del buey que lo arrastra; pero, además, al cuidar verdaderamente de nosotros mismos, cuidamos de los demás, como al atender amorosamente a los demás, nos atendemos a nosotros mismos. Lo que tenemos que comprender, no sólo intelectual, sino también vivencialmente (que es la comprensión que transforma), es que todos somos parte de una sinergia y debemos protegernos los unos a los otros. Si todos pusiéramos un poco de nuestra parte, podríamos evitar muchas disputas e incluso conseguir que nuestros adversarios se tornasen nuestros amigos, y así no sólo favoreceríamos a los demás, sino también a nosotros mismos. Lo que se necesita es inteligencia y no soberbia u orgullo desmesurado. ¡Qué hermosas las palabras del Dhammapada!: «La victoria engendra enemistad. Los vencidos viven en la infelicidad. Renunciando tanto a la victoria como a la derrota, los pacíficos viven felices».
Ramiro A. Calle
Para comentar debe estar registrado.