Entre los primos de Buda, había uno que le odiaba implacablemente y quería incluso arrebatarle la vida. Se llamaba Devadatta y cierto día, cuando Buda caminaba a través de un desfiladero, le arrojó una roca desde lo alto con la intención de acabar con él. Sin embargo, la roca no cayó directamente sobre Buda, sino a su lado. Buda levantó la cabeza, le vio y siguió caminando apaciblemente.
Una semana después, se cruzó en una vereda con su avieso primo y le saludó afectuosamente, esgrimiendo una sincera sonrisa. Devadatta, perplejo, preguntó:
—Pero ¿no me odias? ¿No estás sumamente irritado conmigo?
—No, claro que no –repuso Buda sosegadamente.
—No lo entiendo. ¿Cómo es posible? –se extrañó
Devadatta sin salir de su estupefacción.
Y Buda dijo:
—Porque ni tú eres ya el que arrojó la roca ni yo soy ya el que estaba paseando por allí, y porque, además, ya deberías saberlo: no está en mi actitud ni ser vengativo ni dejarme ganar por la ira.
Reflexión
Todo está sometido a la inexorable ley del cambio, surgiendo y desvaneciéndose, incluso nuestros estados de ánimo. La mente que acarrea rencor, resentimiento y afán de venganza se torna una mente enfermiza y sufre innecesariamente. Igual que nuestros propios estados de ánimo e intenciones cambian, así lo suelen hacer los de los demás. El odio nos hace depender de la persona odiada; la ira nos altera física y mentalmente y turba nuestro ánimo; el afán de venganza es un veneno persistente que embota la conciencia.
Ramiro Calle