Era un discípulo que había comenzado a estar siempre atribulado y confuso porque no hallaba las respuestas que anhelaba a los muchos interrogantes existenciales que se planteaba. Quería descubrir la esencia y el sentido de la vida a través del intelecto, sin darse cuenta de que hay realidades que escapan al raciocinio y no pueden ser reducidas a las palabras. Tan desesperado llegó a estar que solicitó un encuentro especial con su mentor espiritual.
Al amanecer, preceptor y discípulo se sentaron apaciblemente a cambiar impresiones. El discípulo, angustiado, confesó:
—Venerable maestro, me hallo en una verdadera y angustiosa encrucijada. Quiero descubrir quién soy, pero no lo consigo. A veces siento tal desánimo que incluso creo que lo mejor es dejar la búsqueda espiritual; otras me obsesiono de tal modo por descubrir quién soy que ni siquiera puede haber un instante de sosiego para mi mente y no puedo conciliar el sueño. Tengo la impresión de que voy a enloquecer. Ideas, conceptos, pensamientos, suposiciones, doctrinas…
—Así no podrás aprehender la última realidad ni hallar la paz interior –sentenció el maestro.
—Pero ¿qué puedo hacer? ¡Hay tantas preguntas…!
—¿Y cuál es la que más a menudo te haces? –quiso saber el mentor.
—Sin duda, respetado maestro, la que más a menudo me hago es: ¿qué o quién soy yo?
El mentor se echó a reír y luego exclamó:
—¡Oh necio! ¿Y para qué queremos un yo?
En ese momento, el atormentado discípulo tuvo un destello de comprensión profunda y reveladora, y consiguió trasladarse más allá del angosto pensamiento.
Reflexión
Uno de los grandes escollos hacia la realización de sí es el apego a nuestro pequeño yo y el aferramiento a nuestro sentimiento de individualidad y separatividad, cuando es éste el que crea muchas zozobras y la denominada, con razón, angustia de la separación. Al aferrarnos al pequeño yo, ignoramos nuestra naturaleza real, pues es como si la ola del océano se creyese aparte de éste, cuando es en él donde surge, persiste y se desvanece; su naturaleza no es otra que el ilimitado océano mismo. El aferramiento al pequeño yo nos limita y nos impide obtener la percepción de la «pantalla cósmica» donde ese yo surge y viene dado por la vinculación con el cuerpo y la mente. Ese pequeño yo es como un reflejo que tomamos por la realidad, como si creyésemos que el sol reflejado en un cubo de agua es el verdadero sol. El pequeño yo es provisional y no debemos dejarnos aturdir por él, porque en ese caso es como el actor que de tal modo se identifica con el personaje que interpreta que se aliena y deja de ser él mismo, creyéndose el personaje. De tanto dejarnos prender por el pequeño yo, no nos damos cuenta de lo cósmico que nos trasciende, y nos dejamos atrapar por mezquindades y apegos bobos. El pequeño yo nos encadena y nos priva de la posibilidad de una experiencia de conciencia de orden superior, que sólo deviene cuando el pequeño yo es controlado o por momentos disipado. En meditación profunda, este pequeño yo se desvanece y entonces se rescata una experiencia de ser mucho más profunda y donde empieza a brotar la esencia de la sabiduría, que es la que procura la emancipación interna. Dice el sabio Shankaracharya: «De entre todas las causas, la Sabiduría es la única que proporciona Libertad perfecta. Así como sin fuego no hay conocimiento posible, la Libertad perfecta no puede lograrse sin Sabiduría».
Ramiro A. Calle
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