Un anciano maestro se estaba muriendo. Se había recostado sobre la hierba, bajo un frondoso árbol. Sus discípulos le rodeaban, compungidos, y algunos de ellos no lograban contener el llanto.
—Que nadie se aflija por mí –musitó el maestro–. Lo que deba ser, será. Vida y muerte se complementan. Todavía, sin embargo, tengo tiempo de deciros algunas cosas.
Tras una pausa, retomando el aliento, el moribundo dijo:
—Una vida sencilla, una muerte sencilla. No hay otro secreto. Llega el placer y disfrutas, pero sin apego; llega el sufrimiento y sufres, pero sin resentimiento. Es necesario aprender a ser armónico en lo inarmónico y sosegado en el desasosiego. Una vida de hermosa simpleza, sin inútiles resistencias. Hay tempestad y calma, pero el equilibrio tiene que estar dentro de uno. Escuchadme bien, amados míos: una vida sencilla, una muerte sencilla.
Y en ese momento, se hizo un silencio perfecto y el maestro murió apaciblemente. Todos los discípulos pensaron: «Una vida sencilla, una muerte sencilla».
Reflexión
¡Tan fácil y tan difícil! La vida es un gran misterio y a veces resulta pavorosa. Es el viaje más largo de los que hacemos en este teatro de sortilegios que es la existencia humana, sembrado de imprevisibilidad y donde nos topamos con situaciones muy diversas. La vida no es fácil, pero podemos hacerla mucho más difícil de lo que es si nuestra actitud es inadecuada y estamos siempre añadiendo complicaciones a las complicaciones y creando tensiones y conflicto. Del mismo modo que un atleta puede emplear una pértiga para atravesar un río, así la persona puede aprender a servirse de su equilibrio y sentido de la armonía como de una fiable «pértiga» para cruzar el río de la vida. Hay obstáculos que ir venciendo y eventos que ir viviendo. Si uno está fuera de su centro o de su ángulo de quietud, se siente indefenso porque no cuenta con su energía de armonía y ecuanimidad, y añade sufrimiento al sufrimiento e incluso al placer, puesto que siempre se está dependiendo obsesivamente de lo que place y displace, generando así fricciones que roban la calma mental y la paz interior. El que se ejercita espiritualmente obtiene otro estadio de conciencia que se caracteriza por su imperturbabilidad y porque no se deja ya afectar de igual modo por las circunstancias y permite vivir la vida con sabiduría, simplicidad y sencillez. Leemos en el Kaivalya Upanishad:
«Yo soy distinto del objeto del gozo, del sujeto que goza y del gozo mismo; yo soy el Testigo, hecho únicamente de inteligencia pura, siempre imperturbable».
Ramiro A. Calle