En una casita rodeada por un encantador jardín vivía un brahmán. En el jardín había un buen número de plantas, flores y un hermoso árbol de mango. El brahmán era tenido por muy religioso y él mismo, sin recato, exigía la máxima distinción y respeto de todos sus vecinos. El hombre atendía primorosamente sus plantas y presumía de haber conseguido un vergel en esa pobre y sucia localidad de la planicie de la India. Pero he aquí que cierto día, una vaca entró en él y se comió parte del mango y muchas plantas. La vaca es por excelencia el animal más sagrado para los hindúes y máxime, pues, para los brahmanes, que son la casta más elevada. No obstante, el hombre, enfurecido y fuera de sí, comenzó a golpear de tal modo al pobre animal que terminó por matarlo. Los vecinos se enteraron del sacrilegio y acudieron, encolerizados, a pedir cuentas al brahmán. No podían creerlo: él, que predicaba la unidad de todo lo existente, había matado a una criatura tan sagrada. Comenzaron a increparle y el brahmán alegó:
—Queridos vecinos, estáis en un grave error. Sois unos ignorantes. Yo no la he matado. Soy un hombre santo; es el mismo Dios el que dirige mis manos y éstas, gobernadas por el Divino, han matado a la vaca. Estoy exento de cualquier culpa.
Dios escuchó al hipócrita brahmán y decidió encarnarse en un anciano yogui. Días después, el yogui pasó por el jardín del brahmán y exclamó:
—¿Qué lugar tan hermoso! Seguro que no hay otro más bello.
—Desde luego que no –repuso orgulloso el brahmán–. En verdad es único.
—Pues debes de ser un excelente jardinero para haber podido cultivar un jardín tan espléndido. ¿O quizá otras manos te ayudan y no es obra tuya?
Colmado de vanidad, el brahmán dijo:
—Nadie me ayuda, buen hombre. Sólo mis manos han cuidado estas plantas que destacan por su frondosidad y hermosura, y que son la envidia de todos mis vecinos.
—Tus manos, ¿verdad? –dijo Dios con ironía–. Tú lo has dicho, bribón, tus manos y no las mías.
Reflexión
La persona aviesa o desaprensiva recurre a menudo a toda suerte de hipócritas justificaciones o cínicos pretextos, con tal de no reconocer y asumir sus errores o sus conductas malevolentes; pero antes o después quedará al descubierto y, en cualquier caso, siempre es responsable de sus actos y sus consecuencias, y en su fuero interior sabe de su conducta pecaminosa. Conlleva en sí misma su propio castigo y antes o después es desenmascarada, porque como reza un antiguo adagio: «Lo único que distingue la verdad de la mentira es que la primera se mantiene siempre».
Ramiro A. Calle
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