Era un maestro con fama de santidad y sobre todo de generosidad. Iba un día paseando por el jardín de su anfitrión cuando observó que un criado recibía un plato con su ración de comida diaria y un trozo de pan.
Un perro que husmeaba por allí se aproximó al criado y éste le dio el pedazo de pan. El animal se lo comió con avidez y a continuación el hombre le dio toda la comida que había en su plato y que era su ración de alimento para toda la jornada.
El maestro se acercó al criado y le preguntó:
—¿Cuál es tu ración diaria?
—La que le he dado al perro, señor –respondió.
—¿Y por qué en lugar de dársela al perro no te la has comido tú?
—Porque este animal ha venido de fuera y, como hay que ser hospitalario con el visitante, he pensado que tendría hambre y le he dado el pan.
El maestro volvió a preguntar:
—¿Y por qué el plato de comida? El criado repuso:
—Muy simple: porque tenía más hambre.
Desde ese día el maestro le pidió a todo el mundo que nunca volvieran a concederle a él el título de generoso.
Reflexión
La más bella y fecunda expresión de generosidad no es dar de lo que te sobra, sino incluso de lo que te falta. Todas las desigualdades de este mundo desaparecerían de haber generosidad, y ésta parte de la genuina compasión y la benevolencia. Mi entrañable y admirado amigo, el venerable Nyanapoka Thera, al que entrevisté varias veces en su ermita cercana a Kandy en Sri Lanka, escribía: «El mundo sufre, pero la mayoría de las personas tienen los ojos y los oídos cerrados. No ven la corriente incesante de lágrimas que fluyen durante toda la vida, no oyen los gritos de dolor que constantemente saturan el mundo. Sus propias minúsculas penas y alegrías nublan su vista y ensordecen sus oídos; debido a su egoísmo, sus corazones se han vuelto duros y correosos y, siendo así, ¿cómo podrían conmoverse ante una meta más alta?, ¿de qué manera podrán darse cuenta de que la única forma de liberarse del sufrimiento es liberándose de su egoísmo?».
Muchas personas son tan ávidas que ni siquiera dan un minuto de su tiempo y no son capaces de compartir absolutamente nada. Son egoístas y ávidas, y se pierden así el disfrute y la oportunidad de dar y compartir. El que da es el que, de acuerdo con los antiguos sabios orientales, debería estar agradecido por la ocasión que se le ha presentado de poder desarrollar su compasión y abrir su corazón dando. Una mente guiada por la avidez condicionará palabras y actos, y los teñirá con la fea y miserable actitud de la avaricia, pero una mente orientada por la generosidad esmaltará de benevolencia y ternura los actos verbales y corporales.
Ramiro A. Calle