Era un apacible y modesto campesino que sólo poseía un burrito. Cierto día, al acudir al establo para darle de comer, descubrió apenado que se lo habían robado. Se dirigió al puesto de policía y narró lo sucedido. Uno de los policías le recriminó con acritud:
—¡Es usted un descuidado! No se le ocurre a nadie, desde luego, tener un cerrojo tan inseguro en la puerta del establo.
Otro de ellos, en muy mal tono, agregó:
—Es decir, que el burro se veía desde fuera. Pero ¿por qué la puerta del establo no era más alta? Si se veía al jumento, eso resultó una tentación para el ladrón, claro que sí. ¡Vaya ocurrencia!
Un tercer policía añadió:
—Pero lo que resulta inexplicable es que usted no estuviera vigilando al burro. Cada uno tiene que cuidar de lo que posee, vigilarlo y espantar así a los ladrones. Usted se ha comportado negligentemente y por eso le han robado el animal.
A pesar de su paciencia y ecuanimidad, el campesino no pudo al final contenerse y replicó:
—Bueno, señores policías, está bien que me llamen la atención, pero me gustaría decirles que alguna culpa debe de haber tenido el ladrón, ¿no creen?
Reflexión
Es muy propio de los seres humanos tender a culpabilizar a las personas y hacerles reproches y cargos, en lugar de disfrutar de la preciosa oportunidad que nos brindan de ser comprensivos y de poder otorgar unas palabras para consolar y animar. Mucha gente a la menor ocasión comienza a recriminar a los demás y a hacerles reproches, a menudo cuando más necesitarían un poco de aliento. Hay un ejercitamiento muy constructivo que consiste en saber escuchar sin juzgar y cuando menos sin comenzar a reprochar o culpabilizar. ¿Qué sacamos con hacer cargo de todo a los demás? Buda señalaba: «El que sigue es un hecho de siempre: culpan al que permanece en silencio, culpan al que habla mucho y culpan al que habla moderadamente. No dejan a nadie en el mundo sin culpar».
Ramiro Calle