Era un gran negociante, pero también un hombre religioso. Al morir su esposa, abandonó los negocios en manos de su hijo y pensó en dedicarse intensamente a la práctica de la meditación, ya que a pesar de sus muchas riquezas no había hallado la paz espiritual, pero antes de tomar esa decisión, quiso viajar por algunos países budistas y se desplazó hasta Tailandia. Entró en un templo y observó que junto al altar los fieles habían pues- to dinero, una casita y un coche en miniatura.
—¿Qué significa todo esto? –preguntó el negociante. Uno de los devotos presentes contestó:
—Se trata de un funeral. Los deudos ponen dinero, una casita y un coche en miniatura para que el muerto, en su próxima vida, no carezca de tales posesiones.
«¡Es lamentable hasta dónde puede llegar la superstición!», se dijo para sí mismo el viajero.
El negociante regresó a su hogar. Semanas después del viaje y mientras organizaba todos sus asuntos para dejarlos en manos de su hijo, se dijo: «¿Y si fuera verdad?
¿Y si así se consiguiera una vida con mayores comodidades y lujos?». Intentó olvidar la idea, pero no le resultaba posible, y una y otra vez volvían los mismos pensamientos.
Una tarde, el negociante se dirigió a su hijo para decirle:
—Querido hijo, cuando muera, deseo que el día de mi funeral coloques en el altar un coche en miniatura, una casita y algo de dinero. De ese modo, si vuelvo a nacer, tendré una existencia confortable.
El hijo, que no ignoraba esa superstición, replicó:
—Padre, creía que lo dejas todo para intentar alcanzar la iluminación definitiva que evita cualquier otro renacimiento. Y, sin embargo, resulta que te preocupas ahora por asegurarte una próxima vida llena de lujos.
El padre se dio cuenta de su debilidad y, avergonzado, le dijo a su hijo:
—¡Cuánta razón te asiste, hijo mío! Por unos momentos he sido tentado. Si no logro liberarme en esta vida, te ruego que en mi altar funerario, cuando muera, coloques tan sólo una flor. Así renaceré en una flor, libre de apegos, de ego y de maldad.
Durante años, el hombre se dedicó a la práctica de la meditación y la evolución del espíritu, y consiguió un estado de gran pureza mental, pero nadie puede saber si alcanzó la liberación definitiva. Murió apaciblemente y su hijo, cuando tuvo lugar el funeral, colocó una flor en el altar funerario. Años después él mismo siguió el ejemplo de su progenitor y le pidió a su hijo que pusiera una flor en su altar mortuorio cuando llegara el momento de hacerlo.
Reflexión
Una de las raíces innatas de la mente es la avidez o codicia, tanto más pronunciada en una sociedad que toma la dirección en ese sentido y desarrolla toda clase de deseos ficticios e innecesarios y, por supuesto, antinaturales. No es fácil de aniquilar esta raíz, pero hacerlo es la única forma de poder seguir en la ruta hacia el mejoramiento humano y la elevación de la conciencia. Aprender a refrenar la avidez es muy importante, pero aprender a desenraizarla lo es mucho más. Hay que irse librando de la codicia mediante la práctica de la meditación, el desarrollo de la generosidad y la compasión, el entendimiento claro y la percepción profunda de que todo es efímero e impermanente.
Ramiro A. Calle
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