Era un maestro que instruía personalmente a un discípulo y no deseaba que éste se entregase solamente a la meditación y abandonara las acciones generosas, puesto que él bien conocía que la sabiduría estriba en combinar la disciplina mental con la acción generosa. Por ello, todas las tardes lo enviaba a que prestase ayuda a los más desvalidos.
Una tarde, el discípulo fue a una leprosería y estuvo ayudando a los enfermos a comer y a vestirse. Luego regresó a la ermita y esa noche el maestro le preguntó:
—¿Qué tal ha ido todo?
—¡Oh, todo muy bien! –exclamó el discípulo–. He ayudado muchísimo. Todo el mundo estaba encantado conmigo. He preparado comidas, he lavado, he confeccionado vendajes… He sido de mucha ayuda, tanta que incluso lo ha comentado el director de la leprosería y me ha felicitado. Sí, he ayudado enormemente.
El maestro cogió la vela que estaba encendida y la arrojó a un pequeño fuego que había en el exterior para espantar a las alimañas. El discípulo se quedó atónito.
—¿A qué viene este acto impulsivo y absurdo? –preguntó con insolencia.
El maestro dijo:
—Como la cera se derrite en la hoguera, así se disipan los méritos de las buenas acciones de las que uno se ufana.
Reflexión
Hay un yoga muy valioso, pero pocos en Occidente gustan de practicarlo. Y sin embargo es en Occidente donde más debería ser estudiado y puesto en la práctica. Me refiero al karma-yoga o yoga de la acción desinteresada, que tanto inspiró fecundamente a Gandhi. Es el yoga, asimismo, de la acción consciente, lúcida, precisa y diestra, pero a la vez más desinteresada y menos personalista. Este yoga nos enseña a valorar más el proceso que el fin de éste, más las obras que sus frutos. Se actúa por amor a la obra y el proceso ya es la meta. Se requiere atención consciente, precisión, ecuanimidad y paciencia. El karma- yogui, en lo posible, pone los medios para que los otros sean felices y les evita el sufrimiento. No se obsesiona por los resultados y jamás se envanece o alardea de ellos. Hace lo mejor que puede, pero no se deja alienar por la acción y se ejercita para ser contemplativo en la actividad, interiormente pasivo en la acción. Hace sin hacer y se mantiene establecido en su ser a pesar de la acción. No se impacienta, no se agita, no fuerza inútilmente los acontecimientos y sabe respetar el curso de los eventos. Vivakananda decía: «Trabajad por amor al trabajo. Hay en cada país unos pocos seres humanos que son, realmente, la sal de la tierra y trabajan por amor al trabajo, sin preocuparse del renombre ni la fama, ni siquiera de ir al cielo. Trabajan simplemente porque de ello resulta el bien».
Ramiro A. Calle