EL PODER DE LA GENEROSIDAD

“Si conocieras, como yo lo sé, el potencial que tiene el dar,
no dejarías pasar una sola comida sin compartirla.”
—Buda
Un maestro de meditación de la Tradición Tailandesa del Bosque, visitó Estados Unidos
hace algunos años. Tras unos días de estancia aquí, dijo algo perplejo: “En la secuencia
clásica de las enseñanzas y la práctica, tal como se hace en Asia, va primero la
generosidad, luego la ética y después la meditación o visión interior profunda. Pero
aquí en Estados Unidos, parece que la secuencia es: primero la meditación, luego la
ética y, transcurrido algún tiempo, como una especie de apéndice, se enseña algo
sobre la generosidad. ¿Por qué es así aquí?”
La generosidad es el comienzo del camino. El mismo Buda siempre empezaba
enseñando a los nuevos practicantes sobre la dana, la práctica de la generosidad. Este
método ha permanecido como la tradición clásica de la enseñanza budista. Sí, es cierto
que muchas veces los occidentales preferimos el atractivo transformador de los
estados meditativos; somos conscientes de la necesidad de esforzarnos para alcanzar
ese fin y nos empeñamos en ello deseosos. Sin embargo, el verdadero trampolín para
llegar a esos estados meditativos es el cultivo de la generosidad y las virtudes éticas.
Estas cualidades, consideradas como las más mundanas, hacen que esos otros estados
se vayan revelando de una forma menos brusca y con menos dificultad.
La generosidad tiene ese potencial, porque su característica esencial es la cualidad
interior de soltar o renunciar. Las cualidades de ser capaces de soltar, de abandonar,
de renunciar, de dar generosamente; en su origen brotan en nuestro interior de la
misma fuente que la generosidad. Cuando practicamos la generosidad nos abrimos a
todas estas cualidades liberadoras simultáneamente. Nos hacen comprender
profundamente el estado de liberación y también son la expresión amorosa de ese
mismo estado de liberación.
Buda dijo que no hay una posibilidad real de vivir una vida espiritual sin un corazón
generoso. Dana es la primera de las diez paramitas, o cualidades de una mente
despierta. El camino empieza con esto y el Buda lo enseñó desde el mismo comienzo
porque cuando practicamos la generosidad empezamos a experimentar una dicha
absoluta de una cualidad muy hermosa, un regocijo ininterrumpido que fluye
libremente. Dar conlleva felicidad en cada etapa de su expresión. Experimentamos
dicha desde el mismo momento en que se crea la intención de ser generosos;
experimentamos dicha en el acto en sí de dar algo; y experimentamos dicha cuando
analizamos retrospectivamente el hecho de haber dado algo.
Una vez, cuando estaba dando una enseñanza en Australia sobre dana, estuve
hablando sobre una resolución personal que había tomado. Cuando surgiera en mi
mente una necesidad urgente de dar algo, lo iba a dar de inmediato, aunque los
siguientes cincuenta pensamientos fueran: “Oh, no, no puedo hacer eso. ¡Podría
necesitarlo!” Aunque salieran al paso el miedo u otras consideraciones, mi resolución
sería honrar ese primer impulso y dar enseguida. Uno de los estudiantes se me acercó
al final del retiro y me dijo que, para honrar esa resolución, él quería darme algún
dinero para ofrecer. Él dijo que cuando yo estuviera de vuelta en Estados Unidos, en
cuanto aterrizara en California, debería dar el dinero a la primera persona que viese
que lo necesitara. Yo pensé que quizás iba a darme treinta o cuarenta dólares, pero me
dio cientos de dólares para ofrecer.
Regresé a Estados Unidos, aterricé en San Francisco y al día siguiente recorrí Telegraph
Avenue en Berkeley buscando personas a quienes repartir ese dinero. No estaba
ofreciendo solo un dólar; cada vez que ofrecía estaba dando diez y veinte dólares. Fue
un día fantástico, sin dejar de dar vueltas y buscando personas que necesitaran algo.
Era algo tan inusual lo que estaba haciendo que derribó muchas barreras entre las
personas. Había personas que literalmente iban bailando por la calle detrás de mí. Fue
el día más asombroso y feliz para mí también. Hay una inmensa felicidad en el hecho
de poder dar.
Las enseñanzas tradicionales describen muchos beneficios mundanos que se obtienen
como resultado de dar. El primero de todos es que cuando las personas son generosas
los demás también las aprecian. Esto no significa que demos sólo para obtener el
beneplácito de los demás. Lo que en verdad significa es que hay una ley del universo
que dice que cuando damos, recibimos. Si has conocido a alguien que sea muy
generoso, aunque no te haya dado a ti directamente, ¿qué sientes cuando te acuerdas
de ésta persona? Las personas que son generosas despiertan en nosotros apertura,
amor y regocijo.
Buda también dijo que las personas que son generosas pueden entrar en cualquier
grupo sin sentir temor. Buena parte del regocijo que surge del hecho de dar, está en el
amor que sentimos también por nosotros mismos. Un sentimiento de valentía,
fortaleza y claridad crece dentro de nosotros cuando aprendemos a dar y esto nos
protege tanto en situaciones cotidianas como en tiempos difíciles. Las personas se
sienten atraídas hacia nosotros y la confianza que nos tienen se va haciendo cada vez
más intensa.
También se obtienen beneficios espirituales al dar. Un solo acto de dar tiene más valor
del que podamos imaginar. Una gran parte del camino espiritual se manifiesta y se
realiza con la acción de dar: el amor, la compasión, la dicha empática, la ecuanimidad;
soltar el aferramiento, la aversión y el engaño. El hecho de dar es poderoso. Por eso
Buda dijo, que si conociéramos como él conoce, el potencial que tiene el dar, no
dejaríamos pasar una sola comida sin compartirla.
Compartir el alimento es una metáfora que se aplica a todo lo que significa el dar.
Cuando ofrecemos a alguien comida, no sólo estamos dando a esa persona algo de
comer; le estamos dando mucho más. Le estamos dando fortaleza, salud, belleza,
claridad mental, y sobre todo, le estamos dando vida, porque nada de eso sería posible
sin el alimento que ingerimos. Así que, cuando alimentamos a otra persona, esto es lo
que le estamos ofreciendo: la misma esencia de la vida.
En el mismo instante en que ofrecemos alimento, dijo Buda, se completa una gran
parte de nuestro camino espiritual. Las cuatro brahma-viharas aparecen en ese
instante. Ahí está Metta, el amor bondadoso, porque le expresamos nuestra buena
voluntad a la persona que está recibiendo; queremos que esa persona sea feliz. En ese
instante también sentimos compasión, porque deseamos que ese ser esté libre de
penalidades o sufrimiento. Experimentamos dicha empática, nos regocijamos con la
felicidad de esa persona y queremos que vaya a más. En el acto de dar también se
manifiesta la ecuanimidad, porque somos diligentes en dejar ir algo que nos
pertenece; somos capaces de estar sin ello. Estas cuatro cualidades excepcionales
están presentes justo en el mismo instante en el que sencillamente damos.
En ese instante único de dar también abandonamos las tres kleshas, la raíz de todos
nuestros tormentos del corazón. Soltamos el deseo, el aferramiento. Abandonamos la
mala voluntad o aversión, un estado que crea separación, distancia, retraimiento; se
crea un sentimiento de no sentirse plenamente conectados con el otro. Y
abandonamos el engaño, porque cuando realizamos una acción hábil o íntegramente
correcta, como el dar, llegamos a comprender que lo que hacemos en nuestras vidas,
las decisiones que tomamos, los valores que mantenemos, todas estas cosas, cuentan
para algo.
Uno de los aspectos más poderosos del engaño o ignorancia, es creer que lo que
hacemos no tiene importancia. Superar ese engaño es comprender la ley natural del
karma. A pesar de las apariencias, nada es casualidad. Tenemos el poder de alinearnos
con unos valores concretos y crear la vida que queremos tomando decisiones
íntegramente correctas. Cuando somos generosos, la vida cambia tangible y
cualitativamente.
Cuando el Buda habló de meditar en nuestra propia bondad, se refería con frecuencia
a regocijarnos por nuestros actos de generosidad. Nos resulta demasiado fácil
quedarnos anclados en las cosas negativas que hemos hecho y dicho. En los primeros
ejercicios que se incluyen en este libro, les pedía que pensaran en algunos actos de
generosidad que hubieran hecho de forma correcta y pedía que se apreciaran por lo
que habían hecho. ¿Les resultó difícil? Puede que se hayan sentido incómodos al tener
que sentarse y reflexionar sobre eso. Es mucho más fácil pensar en aquella ocasión en
que se decidieron a dar algo, pero en el último momento cambiaron de opinión,
quedándose con el objeto guardado en el trastero para siempre.
Sin embargo, regocijarnos por nuestra generosidad nos ayuda enormemente en
nuestra práctica espiritual. Hacer recuento de nuestros gestos de generosidad no es
envanecerse o ser egocéntricos. Por el contrario, podemos ver que en este mundo
lleno de infinitas posibilidades y opciones estamos lo suficientemente capacitados para
tomar decisiones hábiles y correctas que nos atañen a nosotros y a los demás.
Podemos elegir dar en lugar de aferrarnos; podemos elegir renunciar en lugar de
acumular, podemos soltar en lugar de apegarnos. Regocijarnos por tomar estas
decisiones es otra manera de regocijarnos en la bondad.
En Burma no se paga a los centros por asistir a los retiros para practicar meditación, ya
que la comunidad local los apoya con su generosidad. Se dona toda la comida que se
necesita, por ejemplo. Como una forma de mantener esta costumbre de ofrecer
alimento para apoyar una práctica libre de costo, siempre que voy de visita allí, decido
ofrecer una comida para todos los que están practicando en el monasterio. Pero hay
algo en todo esto que encuentro muy difícil de sobrellevar. El nombre del donante de
una comida se coloca en un gran tablón en el exterior del comedor. Todos lo ven. Cada
vez que he ofrecido una comida y entrado en el comedor, no he tenido más remedio
que pasar por delante de ese tablón en el que aparece mi nombre. Lo primero que
pienso al verlo es: “A ver si pasa este día. ¡Que llegue ya mañana! Mi nombre va a
estar allí puesto todo el día. Me siento tan incómoda y cohibida. Ojalá que nadie lo
supiera.”
Los birmanos no colocan los nombres así para que las personas se sientan más
egocéntricas. Lo hacen porque dar es hermoso y les gusta mostrar los actos hermosos
para que las personas puedan regocijarse por ellos y se sientan inspirados. Reconocer y
recordar la generosidad puede llenar el corazón de alegría. Si los occidentales
pudiéramos superar nuestro sentimiento condicionado de remordimiento y de
autodesprecio, podríamos regocijarnos por estos momentos de felicidad tan
especiales.
El propósito de la generosidad es doble: por un lado, damos para liberar a los demás, y
por otro, damos para liberarnos a nosotros mismos. Sin estos dos aspectos, la
experiencia es incompleta. Si damos un regalo desinteresadamente, sin apego a un
resultado concreto o sin expectativa de recibir algo a cambio, ese intercambio celebra
la libertad tanto dentro de nosotros como dadores como también en la persona que
recibe. En ese momento no nos estamos relacionando con los demás en términos de
roles o diferencias; no existen jerarquías. En el momento en que damos de una forma
pura, nos hacemos uno realmente. No pensamos: “Bueno, esta persona materialmente
tiene mucho más que yo, así que ¿de qué sirve si le doy algo? Quizás ni me aprecien, y
aquí estoy a punto de ofrecerles algo, y me siento realmente tonto.” En el momento
en el que damos de una forma pura, todas estas actitudes divisorias y fomentadoras
de separación caen por su propio peso.
Cuando superamos estas diferenciaciones, recordamos que nuestro instinto más
básico, el de todos y cada uno de nosotros, es el anhelo de ser feliz. Involucrarnos en
un acto de generosidad es una forma de reconocer que todos tenemos el mismo
anhelo. Estando en un retiro largo de meditación en silencio en la Insight Meditation
Society, pude ver claro que el hecho de dar hace que este sentido de unidad se
incremente. Como era una de las fundadoras del centro, conocía a todos los miembros
directivos y tenía muchos amigos en la comunidad. Así que las personas que no
estaban en retiro no paraban de hacerme llegar pequeños obsequios. Cada vez que
regresaba a mi habitación encontraba algo que habían puesto anónimamente junto a
la puerta. A veces la atmósfera que se crea en los retiros que hacemos en nuestra
tradición puede llegar a ser algo austera, así que el hecho de recibir pequeños
obsequios se puede considerar como algo muy significativo, mucho más de lo que se
consideraría en la vida diaria normal, donde estas cosas pueden estar perfectamente al
alcance de la mano.
Con todos estos regalitos que me hacían llegar, me empecé a sentir mal con respecto a
las demás personas que estaban también participando en el retiro y que ni siquiera
conocían a algún miembro directivo de allí. Ellos no estaban recibiendo cosas extra
como las que me estaban dejando a mí. Así que comencé a regalar esos pequeños
obsequios, repartiéndolos por ahí. Me estuve fijando especialmente en una persona
que probablemente había visto las cosas que me habían estado dejando, así que le
dejé algo también para ella junto a su puerta.
Resultó que, justo en esa misma etapa del retiro, esta persona comenzó a recibir
“paquetes de supervivencia” repletos de exquisiteces que le enviaban desde casa, y
empezó a regalarme algunas cosas. Los obsequios no paraban de llegarme y tuve que
seguir regalándoselos a otras personas. ¡Un reguero de abundancia extrema fluyendo
hacia mi había hecho su aparición en mitad de nuestra austeridad material! En esos
momentos de tanta abundancia compartida, cuando nuestros corazones estaban tan
abiertos por la práctica que estábamos realizando, se sintió verdaderamente que todos
éramos uno. No importaba de donde provenían las cosas, ni siquiera lo que eran. Lo
único que estaba presente era el interés en ser bondadosos unos con otros, en querer
cuidar unos de otros.
Si practicamos el dar una y otra vez, se va convirtiendo en un acto de mucha
intensidad. Externamente libera a los demás; internamente nos libera a nosotros
mismos. Cuando se practica la generosidad, el movimiento del corazón refleja el
mismo movimiento que cuando se abandona algo en el viaje interior y queda atrás. De
hecho, cuando hablamos de soltar —abandonar, dejar ir, renunciar a algo— estamos
hablando del mismo estado mental en el que se desarrolla la generosidad. Por tanto, la
práctica de dar influye profundamente en el tono de la sensación de nuestra práctica
de meditación y viceversa. De esta forma, la generosidad asienta el terreno en el que
puede florecer la práctica de la meditación. La estabilidad y la espaciosidad de esta
felicidad interna nos otorgan la fortaleza para poder mirar absolutamente todo lo que
surge en nuestro corazón y, al mismo tiempo, nos otorga también la flexibilidad para
dejarlo ir después.
Nuestros condicionamientos no ponen el énfasis en la generosidad o en el soltar. Por
el contrario, lo que se enfatiza en nuestra cultura dominante es el desear a toda costa,
el obtener y acumular. Una amiga me dijo que desde el mismo momento en el que
comenzó desde niña a aprender a hablar, y después durante toda su infancia, sus
frases favoritas eran: “¡Lo necesito! ¡Lo quiero! ¡Tengo que tenerlo!” Se lo decía una y
otra vez a sus pobres padres en cualquier situación que se presentaba. Cuando me lo
contó, pensé que así es exactamente como sucede. Así es como somos. Nos aferramos,
nos apegamos, manipulamos las cosas para que sean exactamente como queremos
que sean, y luego entablamos una lucha desesperada para que sigan siendo siempre
así. Así es como actúan normalmente nuestros condicionamientos.
En la cosmología budista, uno de los reinos donde habitan seres es el de los “espíritus
hambrientos.” Estos seres tienen un cuerpo inmenso pero bocas tan pequeñas como
cabezas de alfiler, de tal manera que continuamente se ven presionados por deseos
insatisfechos. Una vez alguien le preguntó al maestro budista vietnamita Thich Nhat
Hanh cómo sería la vida en el reino de los espíritus hambrientos y él contestó con una
sola palabra: “América.” La cultura en la que vivimos, aquella que nos condiciona, no
sabe valorar el ceder, el renunciar, el dejar ir ni el soltar.
En la cosmovisión budista del universo, a toda la realidad condicionada en la que
vivimos se le llama samsara: el mundo de nacimiento y muerte que surge y cesa
continuamente. Ésta es nuestra vida. Uno de los atributos más fascinantes del samsara
es que no importa lo que tengamos o de lo que dispongamos, siempre sabemos que
ahí fuera hay más. El potencial que nos hace sentirnos siempre insatisfechos es infinito
porque en este mundo en constante cambio, nunca termina el surgimiento y el
cesamiento y las posibilidades que tenemos para comparar y desear son infinitas.
En una ocasión estuve hablando por teléfono con un amigo el día antes del vuelo que
había programado a India. La persona con la que iba a viajar había estado haciendo
todos los preparativos del viaje, sin darse cuenta que por un poco más de dinero
podrían haber volado en clase business, en lugar de hacerlo en clase turista. En un
vuelo tan largo como ése, la clase turista puede llegar a ser bastante incómoda. Así
que este amigo y yo estuvimos hablando sobre la conveniencia de cambiar sus billetes
de avión, sobre si tendría que pagar un recargo más por eso, sobre lo fantástico que
sería poder cambiarlos y llegar descansados a India en lugar de llegar cansados y
descontentos. Justo en medio de la conversación, mi amigo dijo de repente: “Me
gustaría saber si hay mucha diferencia con el precio del billete en primera clase.” ¡Yo
ya conocía muy bien ese estado mental! Acababa de pensar cambiar el asiento de
clase turista por uno en clase business y enseguida su mente empieza a pensar de
nuevo en cambiar el asiento, esta vez por uno en primera clase. Así somos. Esto es el
samsara. Siempre se puede desear algo más.
El objetivo preferente de la práctica de dana es liberarnos de las influencias internas
que nos condicionan a desear ansiosamente, a aferrarnos y apegarnos de forma que
eso nos traba y nos limita. Si siempre estamos buscando algún objeto, persona o lugar
que nos haga sentir realizados y plenamente satisfechos, es que hemos perdido
totalmente de vista el punto en el que podríamos sentirnos plenos y completos en
cualquier momento. Porque quedarse atrapados en el samsara es como confiar en un
espejismo. No nos podemos apoyar en algo así ni tampoco puede sostenernos, allí no
hay absolutamente nada. Practicamos la generosidad para liberar nuestros corazones
del engaño, para que podamos encontrar el potencial de la felicidad esencial y
regocijarnos con ello.
Por tanto, los beneficios de practicar la generosidad tienen un poder inmenso. A
medida que la cultivamos, nuestro corazón dejará de atascarse en las cosas. Es como si
hubiéramos tenido el puño apretado durante mucho tiempo y de repente el puño se
fuera abriendo poco a poco. Experimentamos un gran alivio y felicidad en el momento
en que ese nudo se va aflojando. Cuando la mente se inunda de un sentimiento de
generosidad, pasa de una sensación de confinamiento y limitación rígidos a un espacio
donde nos sentimos ilimitados. Experimentamos una apertura en nuestro mundo
porque podemos dejar ir. Podemos soltar sin temor. No necesitamos aferrarnos a
nada.
Este sentido de espaciosidad no es solo algo teórico. De hecho, podemos observar
cómo se desarrolla y va creciendo a medida que profundizamos en nuestra práctica de
dar. Comenzamos a estar continuamente en guardia contra los límites causados por
nuestros apegos y podemos observar cómo estos van mermando. Podría empezar
siendo algo así como: “Daré este tanto y nada más” o “Daré este objeto solo si saben
apreciar este acto de generosidad”. Pero a medida que llegamos a estos lugares que
nos atan o confinan, aprendemos a ver a través de ellos, dándonos cuenta que son
transparentes. No tienen solidez; no tienen porqué retenernos. Y, de esta forma,
avanzamos dejándolos atrás. Extendemos nuestros límites, prologándolos
continuamente, creando una amplitud y una espaciosidad mental profundamente
integradas.
La diferencia entre un estado mental constrictivo y uno expansivo es algo palpable.
Digamos, por ejemplo, que un día te tuerces el tobillo. De repente te enfrentas con el
dolor y el problema de sentirte temporalmente incapacitado y quizás tengas que ir en
muletas o enyesado. Si tu mente es obstinada, restrictiva y poco estable, ¿cómo
responderás ante esa situación? “Oh, no, me he torcido el tobillo. Ahora ya no puedo
seguir caminando. ¡Detesto no poder moverme libremente! Nadie más se ha torcido el
tobillo, solo yo. Qué torpe he sido dando ese traspié y torciéndomelo. Nunca se me va
a poner bien.” En un estado mental restringido, es bastante difícil permitir que estas
incomodidades físicas y mentales estén allí, sin llegar a juzgarlas. Por otro lado, si surge
una experiencia desagradable cuando nuestro corazón se siente expansivo, no nos
atemorizamos si nuestras capacidades se ven mermadas ni nos sentimos inferiores por
ello. No necesitamos lamentarnos de esa manera, porque no tenemos miedo a esa
experiencia; no la recibimos estando contraídos.
Con ese sentido de apertura, si se nos presenta una experiencia agradable, tampoco
necesitamos abalanzarnos sobre ella desesperadamente, porque no nos hace falta
para sentirnos bien con nosotros mismos. Decimos, por ejemplo: “Me lo estoy pasando
genial con esta gente. Es fantástico.” Cuando eso tan maravilloso termina, lo dejamos
ir, sin tristeza, porque en nuestro interior nos sentimos plenos y felices. Sabemos que
ha sido suficiente.
Podemos dar de muchas maneras. Damos materialmente con bienes y dinero. Damos
tiempo, servicio, cuidados. Incluso dejar que alguien sea tal como es, puede ser una
forma de dar. Todos los días se nos presentan infinitas oportunidades para dar. Alguien
que se abalanza antes que tú para conseguir esa plaza de aparcamiento. ¿Podrías
renunciar a ella, dejarla y ser feliz? Si puedes, entonces comprendes lo que es la
generosidad. No tenemos que luchar y competir unos contra otros ni aferrarnos a las
cosas. En lugar de eso, podemos elegir dejar ir y ser verdaderamente generosos unos
con otros.
La generosidad se alía con una sensación interior de abundancia, el sentimiento de que
tenemos suficiente para poder compartir. Esta sensación no se basa en un estándar
objetivo. Hay personas acaudaladas que tienen un sentimiento muy intenso de
pobreza interior. Encuentran muy difícil dejar de aferrarse a sus posesiones y por tanto
les resulta muy difícil dar a pesar de su abundancia externa. Hay personas
económicamente pobres que son muy generosas, a pesar que visto desde fuera
apenas tienen nada para dar. Pero ellos no piensan así. Dan lo que pueden. Si has
visitado un país en vías de desarrollo, seguramente has recibido mucho de personas
generosas que tienen muchísimo menos riqueza que tú. Una de las mayores alegrías
que se siente cuando se cultiva la generosidad es el entendimiento de que no importa
lo mucho que tengamos según los estándares del mundo actual, ya que si sabemos
que tenemos lo suficiente, siempre podremos dar algo. Podemos compartir; podemos
abrirnos; podemos expresar nuestro amor bondadoso de esta manera.
¿Cómo desarrollamos este sentido de abundancia interior? A lo largo de mis años de
práctica espiritual, he tenido siempre presente una pregunta muy concreta, es como
un principio que me guía: “Realmente, ¿qué necesito justo ahora, en este mismo
momento, para ser feliz?” En Burma, los individuos y las familias tienen que recorrer a
menudo largas distancias para poder ofrecer una comida en un centro de prácticas
espirituales. En esta cultura, en la que la generosidad es muy apreciada, hacer una
ofrenda como ésa se considera un gran privilegio. Es una oportunidad para obtener
méritos kármicos, para honrar las enseñanzas de Buda y para expresar respeto a las
personas que encarnan esas enseñanzas y las practican en los retiros de meditación.
Estoy completamente segura que todos esos donantes ofrecen lo mejor que tienen, en
muchos casos mejor comida que la que ellos mismos comen normalmente. Aún así,
muchas personas con diferentes condiciones económicas donan varias comidas al día.
Algunas veces he entrado en el comedor y me he encontrado con un suntuoso y
abundante banquete, con toda clase de delicias birmanas. Y otras veces me he
encontrado solo con algunas verduras amargas flotando en aceite.
En Burma practicamos muy estrictamente los ocho preceptos, es decir que no
comemos ningún alimento sólido después del mediodía. El desayuno tiene lugar sobre
las cinco de la mañana y el almuerzo se sirve a las diez. Por tanto, se deja de comer
sobre las diez y media de la mañana, y ya no se come nada más hasta las cinco de la
mañana del día siguiente. ¡En circunstancias así, el almuerzo es algo muy importante!
Pero es exactamente en esta situación donde para mí se manifiesta claramente el gran
valor que tiene la dana.
En el comedor del monasterio en el que hago las prácticas hay una imagen de Buda.
Por regla general, cuando entramos en la sala nos inclinamos tres veces ante la
imagen. Cuando entro para almorzar, a menudo miro hacia arriba a la imagen y me
inclino y en ese momento siento un flujo abundante de gratitud y dicha que me
inunda. A veces, cuando desplazo mi mirada desde Buda hasta la mesa para ver qué es
lo que han puesto para comer, me he encontrado con que no hay nada que yo pueda
comer. En esos momentos he sentido el miedo, la inquietud y el terror que te
sobrevienen cuando anticipas que vas a estar diecinueve horas pasando hambre.
Pero entonces miro las caras de las personas que han proporcionado el alimento para
elaborar esa comida. Normalmente vienen para observar a los meditadores comer lo
que ellos han donado. ¡Estas personas están radiantes! Se ve claramente que son
felices por haber tenido esta oportunidad de alimentarnos, por haber ofrecido algo a
las personas que están explorando la verdad y purificando sus mentes y corazones.
En menos de un minuto, he pasado de mirar a Buda con dicha y gratitud a mirar la
comida con miedo y rechazo, y luego a mirar la cara radiante de los donantes. En ese
momento, cuando veo lo verdaderamente agradecidos que se sienten por la
oportunidad que han tenido de dar, me pregunto a mí misma: “Realmente, ¿qué
necesito justo ahora, en este mismo momento, para ser feliz?” Al hacerme esta
pregunta tan transformadora, puedo hacerme consciente de que la dicha y el regocijo
que estas personas que donan expresan me está alimentando mucho más
intensamente y con más energía que el alimento que voy a comer. Siento claramente
que esa dicha fluyendo de un corazón generoso es mucho más importante y nutritiva.
“¿Qué necesito en este mismo momento para ser feliz?” El mundo te ofrecerá
muchísimas respuestas a esa pregunta: lo que necesitas definitivamente es un “esto”
nuevo y un lo “otro” diferente. Pero realmente, ¿qué me falta ahora, en este mismo
instante? ¿Hay algo que realmente necesita cambiar? Todo el tenor de la práctica
espiritual se basa en poder cambiar las situaciones, descondicionarlas, escapar de ese
interminable y doloroso círculo del deseo ansioso y compulsivo. Si tenemos la valentía
de enfrentarnos a nuestro condicionamiento, iremos aflojando el aferramiento y el
apego y descubriremos un tipo de felicidad totalmente diferente. Y, finalmente,
llegaremos a ser conscientes de que solo algo tan vasto y profundo como la verdad nos
puede hacer realmente felices. Y esa verdad está en este momento, cuando vemos las
cosas tal como realmente son, cuando dejamos ir cada estado como surge y cesa,
viéndolo como realmente es, siendo capaces de dejar ir continuamente todos estos
diferentes estados que surgen y permitiéndoles cesar.
El rostro radiante del dar es una de las expresiones verdaderamente hermosas de
nuestra propia bondad. Deleitémonos en esa bondad. El deseo universal de ser felices
es algo beneficioso; es hábil; nos motiva a realizar acciones hábiles. Regocijémonos en
nuestra habilidad para tomar las decisiones apropiadas y correctas, para cultivar lo
bueno, para dejar ir aquello que nos perjudica y nos causa sufrimiento. Esta
comprensión nos dará la confianza y la dicha que necesitamos para seguir practicando,
para seguir abriéndonos, para seguir desarrollando cualidades y realizando acciones,
aunque éstas puedan parecer complicadas y difíciles, poco convencionales o con las
que no estemos familiarizados.
Ninguno de nosotros hace las cosas perfectamente; por eso es que llamamos a
nuestros esfuerzos “práctica.” Practiquemos la generosidad con los demás y
practiquémosla con nosotros mismos, una y otra vez. El potencial que tiene el dar va
creciendo hasta que se convierte en una catarata enorme fluyendo y se hace algo tan
natural en nosotros que se convierte en lo que ya somos.

 

Sharon Salzberg
“Lovingkindness: The revolutionary art of happiness”
Fragmento: Cap. 10 “The power of generosity” P.p. 154-170
Editorial Shambala, 2002, Boston MA

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